04 febrero 2005

CAPITULO 8: DE MIS POSESIONES 1ª PARTE

CAPITULO 8: DE MIS POSESIONES 1ª PARTE

Mi amanuense y esclavo, es grande, bastante grande, pasa el metro noventa y va de los ochenta y cinco a los noventa kilos según temporadas. Fue mi mejor hallazgo, porque cuando llegó la hembra de la casa, a la sazón su madre, él fue quien me defendió y quien impidió que me devolvieran al garaje.

Lo de su madre tiene su guasa, porque como contaré más adelante fue ella misma la que años después trajo otro gato a casa, bendita incoherencia. De todos modos tiene su explicación y es que cuando ella era joven tuvo problemas en las concepciones debido a una congénere mía que le transmitió la tosoplasmosis.

En fin, a lo que iba, que me defendió y me quedé, en la que ahora es mi casa. Con el mi en todo su sentido posesivo de continente y contenido pues todos ellos están a mi servicio.

Mi esclavo andaba por aquel entonces algo amoscado y bajo de ánimos pues por fin había acabado del todo su historia con aquella matemática de la que si tengo tiempo y ganas les hablaré algún día y que le había sentado tan mal. Así que me mimo especialmente y de todo lo que entonces me consintió hice yo derecho y fuero que nadie ha podido arrancarme.

Tampoco paraba mucho por casa y cuando lo hacía era entre papeles, pues entonces estudiaba, poco, daba clases a otros, bastante, y trabajaba de objeto decorativo en ferias congresos y demás actos de mucho aparentar y de poca sustancia real.

Por tanto poco lo vi cuando acabo el verano de mi toma de posesión y cuando lo tenía a mano era para comer y dormir lo cual por otra parte si hacíamos juntos. El comer yo sobre su hombro, más por curiosidad sobre lo que en la mesa había que por apetito, que siempre me gusto más mi comida y el dormir arrebujado en el hueco que creé entre sus piernas. He de decir que con cierta resistencia por su parte pues al principio tendía a moverse bastante y tuve que educarlo. Además el pan sin sal del perro domestico pugnaba por mi sitio también y os podéis figurar el cuadro que hacíamos los tres en una cama de ochenta por uno ochenta y cinco, tierno como imagen pero de poca comodidad.

Zar, que así se llamaba el perro, ya no andaba demasiado bien de salud, pues era mayor, pero aún se conservaba y tenía la fuerza de un caballo de tiro, así que a lo somardón pues desde el principio, lo aleccione bien y no me sostenía la mirada, ocupaba su sitio y la cama quedaba tan compuesta como el camarote de los Marx y dos huevos duros.

Pero al cabo mi amanuense nos soportaba a ambos con resignación cristiana y mucho cariño y lo que en verano resultaba un poco incomodo en invierno con los primeros fríos se hizo bastante más acogedor.

Convivíamos en perfecta armonía y poco a poco fui seleccionando mis posesiones, sobre la mesa de estudio junto a la ventana las primeras horas de luz, la mecedora a media mañana y primeras horas de la tarde, el sillón a la noche y la cama para dormir.

Amén de la encimera mientras se cocinaba y reclamaba mi parte, derecho y fuero y el mueble castellano como mejor punto para la observación de lo que en toda la casa ocurría, que siempre he sido de natural cotilla.